Argentina
propuso de principio a fin. Se hizo cargo de la responsabilidad, manejó la
pelota y buscó. Incesantemente, por lo que el resultado lo premia. Protagonizó
las acciones, con la premisa de descifrar el jeroglífico defensivo de su
oponente, al que triplicó en situaciones de gol. Intentó por abajo y por
arriba, por el centro y por los costados, con arrestos individuales y maniobras
asociadas. Nunca se desesperó ni dejó de creer. Demostró una gran mentalidad para
sortear los pasajes adversos y un estado físico acorde a las exigencias. Apeló
a los aspectos intangibles para lograr su objetivo y la suerte estuvo de su
lado cuando Dzemaili cabeceó al palo y se llevó por delante el rebote en la
última jugada.
Romero le
tapó una situación clarísima a Xhaka y otra a Drmic, que le quiso picar la pelota.
Rojo abrió la cancha con criterio. Mascherano se erigió en el alma del equipo.
Di María, la figura, desequilibró con su fútbol por la derecha, en una buena
variante táctica.
Entre los
aspectos negativos, el equipo de Sabella sufrió un par de contraataques en los
que estuvo mal parado (transición ataque-defensa) y, excepto por las virtudes
de Benaglio, le costó plasmar en la red contraria sus aproximaciones. Gago e
Higuaín mostraron altibajos. Integrando el trío de ataque, Lavezzi no
desentonó, pero para el puesto de mediocampista por la derecha son más aptos
Maxi Rodríguez, Augusto Fernández o Enzo Pérez. La tarea de Messi pasó por
chispazos positivos (la asistencia), apatía y momentos de individualismo.
La
Selección está en los cuartos de final. Le costó, y lo que cuesta, vale.
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